lunes, 16 de febrero de 2015

A la chica que enfrió mi café.

A la chica del atuendo negro como mi café recién comprado, de largos dedos blancos y mejillas rosadas; que me miró con displicencia y en sus ojos verdes explotaron miles de estrellas.
En sus ojos verdes también se explotó mi atmósfera, y si fuese posible podría jurar que El Sol vestía su cabello, claro como un amanecer, e igual de hermoso; como un campo de trigo florecido.
Su timidez iluminaba su belleza, con torpes manos y cabeza baja, mas no me miraba y no podía imitarla.
Así que la vi, se movía con actitud, balanceando su trasero con delicadeza y sus largas piernas tenían un plano aparte en mis ojos. Ella seguía sin mirarme, pero yo no podía imitarla.
Así que la seguí hasta que se detuvo, y puedo dar mi vida a que también se detuvo mi corazón, y antes pensaba que no había nada más hermoso que un clavel,; fue entonces cuando pude observar su rostro pálido y sus labios como pétalos frescos, y me sentí pequeño como la arruga que se le formó en la frente al ver un libro en una vitrina.
Y ella seguía sin mirarme, y yo seguía sin poder imitarla.
Ella llegó a la salida y cuando se abrieron las puertas del CC noté que se había enfriado mi café; fue entonces cuando dirigí mi mirada hacia ella, y dos enormes ojos verdes me miraban y sus labios frescos me sonreían, y puedo dar mi tiempo a que era un cuarto creciente de Luna; y esta vez mi atmósfera regresó a tomar el aire que exhalé.

Y ella dejó de verme, y volvió a bajar su cabeza, y retornó hacia su destino; y esta vez la imité y regresé a buscar otro café… y cuando la vi irse, sus largas piernas tenían todo el plano en mis ojos; y si fuese posible podría jurar que el Sol vestía su cabello.

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